Cada
cierto tiempo pasa. Estalla una
guerra intestina en Twitter y se
desencadenan 72 horas de purga entre
las distintas facciones, militantes
colaterales, espontáneos y llaneros
solterones de la burbuja “a la
izquierda del PSOE”. Uso el
masculino porque estas batallas
suelen involucrar casi
exclusivamente a varones. Esta es
una carta que se envía por email,
así que hay bastantes posibilidades
de que quienes la lean no sepan
todavía de qué estoy hablando.
Mejor. Han pasado nueve-diez días de
la última reyerta de las burbujas de
la izquierda política en las redes
sociales y nada ha cambiado para
mejor ni tampoco para peor. Bronca,
días de nada, y a por la siguiente
bronca.
El
sentido de estas catarsis de
tomatazos, palos, bloqueos y
amistades virtuales rotas solo se
entiende en la propia dinámica de
las redes sociales. Es inútil
protestar contra ello. Se trata de
un negocio demasiado bueno —el de la
indignación, las emociones
calientes— como para que el
algoritmo lo deje pasar.
Afortunadamente,
el impacto de esas batallas es
limitado en la “realidad real”, que
es como la definió Ramón Fernández
Durán hace cientos de años. Pero que
las ganas de sacarle un ojo a
quienes más o menos comparten
ciertas ideas sean limitadas en los
círculos reales de socialización
política o de militancia no quiere
decir que lo que ocurre online no
tenga un efecto social y político
problemático. El que es más evidente
a priori es la pérdida de
apoyos, ilusión y enganche de las
organizaciones de izquierdas. Estas
mandan a la guerra digital a sus
simpatizantes, sus militantes, sus
trolls (a veces, empleados en la
sombra) y, en algunos casos, hasta a
sus cargos electos. Que lo hagan
tiene cierto sentido: ¿por qué va
una organización a gastar dinero,
tiempo y recursos en patearse
agrupaciones y calles si, por un
módico precio, se puede atraer a un
perfil de alto rendimiento en zascas
y respuestas chisporroteantes?
El
problema es que ese recurso no
aporta nada a la cuenta de
resultados del partido o la
organización, solo aumenta la cuenta
de Twitter. El primer impacto
“fresco” de la propaganda sutil de
las facciones en las redes sociales
se transforma, en pocas semanas, en
más combustible para incrementar el
desapego, la angustia y el hastío. Y
con ese sustrato no germina nada
salvo, quizá, el capital social (o
económico, o erótico) de algunos de
esos usuarios.
Hace
tiempo que debía haberse aprendido
la primera regla de la discusión
online: carece de sentido quién
“tiene razón”. La colectividad no
obtiene ningún beneficio político
por la elaboración del mejor
argumento. Los únicos incentivos
reales que existían en las redes
sociales, como eran la capacidad de
autoconvocatoria o, después, la
derivación de visitantes hacia
textos más elaborados, han sido
prácticamente eliminados por el
algoritmo. Dicho más claro: lo que
pasa en Twitter ahí se queda. Y a
Twitter solo le interesa el
engagement y nada engancha más
que ver una buena pelea. Esto no
significa que se deba evitar la
discusión sobre política, sino que
debe cambiarse el escenario. La
herramienta o el campo en el que se
producen esos debates no es neutro,
y en este caso se lo come todo.
Twitter
no es la muerte de la política, pero
es su transformación en un
espectáculo de impotencia. La pasada
semana, unas horas después del
primer debate para las elecciones
presidenciales en Estados Unidos, el
jefe de todo eso, Elon Musk, decía
sobre el duelo Trump-Biden: “Esta
noche fue una clara victoria… para
los memes”. Es un buen resumen, que
explica desde qué coordenadas emite
la extrema derecha a la que
pertenece el propio Musk.
Pensar
que aplicar esa misma fórmula puede
servir para cambiar algo a mejor es
no haber entendido este juego: por
principio, una transformación que
tenga efectos reales sobre la vida
de las mayorías solo puede construir
desde el común, y las redes sociales
corporativas parten del principio de
que el común no es bueno para su
negocio. Como desarrolló Richard
Seymour en su clásico ensayo La
máquina de trinar (Akal,
2020): “Como tecnología está casi
diseñada a medida para una era
postdemocrática, para el gobierno de
la tecnocracia y la crueldad”.
De la
última bronca no hay mucho más que
decir. Repito, no importa mucho
quién tuviera razón, lo fundamental
es que se dieron las circunstancias
para que crecieran la apatía y el
asco. Y de eso vamos sobrados
últimamente.